El laurel perfumaba el espacio exterior. Afuera, el aire cálido erraba lento entre metales oxidados. Adentro, medio como esperando algo, los Próceres silenciosos. Siempre el mismo salón inmenso. De vez en cuando espiando la llanura celeste por las ventanas, pero acá las cosas no cambian. Las cosas suceden allá, quiensabecuántos miles de millones de kilómetros, en aquel carozo opaco que fue su tierra. Aquí, en cambio, siempre con el mismo clima benigno, el cielo verde empalagoso y el repetido sabor del vino de los dioses. La solemnidad desgastada de los rostros da la sensación de que el tiempo se tiró a descansar. Pero el tiempo pasa, y eso los Próceres lo saben; primero, porque la Fama les llega, a rasgos generales para no atiborrarlos de información; segundo, porque el cansancio aumenta, y ello representa un rasgo de temporalidad.
La Fama es como le dicen a un televisor maltrecho, casi destartalado que agarra caprichosamente toda clase de porquerías de cualquier país, imágenes descocidas y nerviosas. Ninguno sabe de dónde salió tal maravilla y es por eso que se asemeja a un altar, adornado con cosas encontradas que ellos mismos habían perdido.
A veces las miradas se cruzaban, se decían quiensabequé, y se volvían a encerrar en el sonido medioso y saturado de la Fama. No tenían sueño pero dormían, no había otra cosa que hacer cuando la sobriedad se aparecía puerca y atroz.
De a poco el cansancio se iba haciendo sentir. Al principio era difícil de identificar, pero luego fue tomando forma y nombre.
Alguien dijo:
¬—Estoy borracho. Muy borracho. Me siento mal. Muy mal.
—Yo también—Dijo otro.
—Es este vino, siempre el mismo, ya estoy harto.
Otro dijo:
—Y este olor a laurel, que ya me dan ganas de vomitar.
Y así discutían. Uno de barba erraba mirando al suelo. Otro no se movió de la ventana.
—Prefiero morirme.—dijo uno mirando a todos— Caerme ahora mismo al piso y morirme y pudrirme que estar acá esperando nada, haciendo nada, pensando nada. Cada vez más borracho y más harto.
Y los próceres hablaron.
Recordaron sus primeros tiempos en la Llanura Celeste. Cuando el aire se deshacía en anécdotas, en historias heroicas, en relatos de jinetes y metales, en versiones seniles de patria. Pero todo esto no tardó en acabarse. Pronto los trajes comenzaron a deshilacharse, las armas a oxidarse y el tiempo a condensarse. En aquel planeta todo el tiempo era un domingo a la tarde.
Seguían bebiendo. Nuevamente en silencio. Pero ahora algo había cambiado; un aire renovado había comenzado a empapar el inmenso salón.
—¿Cómo será volver a la Tierra?—Uno puso en palabras.
—Eso es un disparate.—Dijo alguien—
—Fama dice que no hay próceres en la Tierra.
—Fama siempre con sus opiniones tan personales.
—¡Es cierto lo que dice! Yo quisiera volver.—Esa fue la voz de otro.
—¿Qué pasa?—Se despertó uno presionándose las sienes.
Volvieron a hablar de lo que sería volver a la Tierra.
Pero se sabe que una cosa es pensar, otra cosa diferente es hablar, y otra cosa muy diferente es hacer. Pero de tanto discutir y fantasear con la idea de la Tierra, de volver y de cambiar las cosas, la idea fue adquiriendo peso propio hasta parecerles sumamente factible.
Brindaron.
Abrieron los portales llorones del salón.
Caminaron entre los metales oxidados, trozos de fierros con la gloria ida.
Comenzaron a clasificar las diferentes armas, los materiales que habían de formar parte de la nave. Los próceres pensaban fabricar una nave y viajar apuntando a la Tierra. Con una mano transportaban sables y fusiles, sería mejor decir chatarra y con la otra sostenían las botellas.
Lo que llevaría tiempo sería destilar la cantidad de alcohol necesaria para hacer funcionar la propulsión. Entonces dividieron las tareas. Unos fundían el metal, otros extraían el alcohol del vino.
Y también bebían.
El metal fundido se extendió en placas cuadradas, delgadas como chapas, y se remachó en forma de inmenso cohete. Fue tomando dimensiones increíbles.
—Parece el arca de Moisés—Dijo uno muy borracho mientras otros dos le festejaban.
El monstruo yacía acostado y dentro de él, los próceres armaban los compartimientos. Luego forjaron algo así como un globo de hierro y otros metales, donde se ubicaría el combustible. Mientras acarreaban los materiales, se detenían a contemplar la magnitud de la obra.
El cohete parecía listo. Lo colocaron en posición vertical, ayudados por sogas y plataformas de cosas. En el extremo superior una bandera celeste y amarillenta quiso hacerse memoria. Se abrazaban emocionados, la mirada brillante, las voces rotas. Brindaron por última vez antes de abordar la nave. Cuando todos estuvieron en sus lugares y el General dio la orden de despegue, se accionó la turbina.
El monstruo explotó en miles de fragmentos por el espacio perfumado.