domingo, 7 de diciembre de 2014

Rojos
los sauces, los Cristos, las violetas.
Rojas
las campanas, las viudas, las guitarras.
Hay un color
brillando en mi sien
y es roja la sombra que arrastro
hace diez esquinas
el mismo color
de las cosas 
que se callan.
Rojo
tu pelo es un semáforo
perfumado
que dice stop
mientras yo llevo
encendido
el color
de los accidentes.

jueves, 28 de julio de 2011

Los chocolates de la Parca

La Parca atendía un negocio de chocolates artesanales, al cual acudían muchos turistas para llevar algún regalo a quienes esperaban en sus respectivos lugares de origen. Era fama que fabricaba los chocolates más amargos de la zona.
La gente que caminaba por esa calle de tierra, se detenía en la cabaña de la Parca y desde afuera respiraba el aroma tentador que de allí provenía. Ella solía atender tras un mostrador de troncos color caoba. Nunca sonreía. Le decían abuela Parca. No tenía nietos.
Hubo un tiempo en que se corría el rumor de que los chocolates de la abuela Parca hacían mal. No había forma de probarlo porque en mi pueblo nadie tenía dinero para andar comprando chocolates. Y si alguno tenía, los compraba en otro lado porque es muy aburrido comprar chocolates sin ser turista. Una vez una señora llamó muy exaltada a la radio diciendo que había menos turistas y que se corría el rumor de que el pueblo era de mala suerte, que cada vez que venían se les moría un pariente. Como es de esperar, el locutor se burló y la calificó de supersticiosa y por lo tanto la gente que escuchaba también.
Pero todo se comprobó cuando los vecinos, que cada vez que volvían del trabajo disfrutaban del aroma de la cabaña, comenzaron a sentir cada vez menos el perfume del chocolate y cada vez más un olor a podrido muy nauseabundo. Cuando este último se volvió intolerable llamaron a la policía.
El veredicto fue contundente.
La Parca había probado uno de sus chocolates. Y se murió sola. Sola.

viernes, 1 de julio de 2011

El monoambiente

Hay presencias en el monoambiente donde vivo. Debajo de los abrigos colgados, debajo de las frazadas, debajo del techo y debajo de mis pasos hay presencias que caminan y a veces pasan sin permiso a través de mí y de las cosas. Y mirá que vivo en un monoambiente chiquito. Pero está lleno de presencias. Llego, abro la puerta y ahí están.
Ya me amigué con ellas. Antes era más difícil, hasta pensé que el que debía irse era yo, y que las presencias se quedaran todo el tiempo que quisieran, total no pagan alquiler –pensé– ni laburan, ni limpian, ni cocinan, ni llegan en pedo a cualquier hora. Sé de personas que se tuvieron que ir porque las presencias no las dejaban en paz. Pero debe ser que las del monoambiente donde vivo son más amigables y por eso ahora nos llevamos bien. Por lo menos en buenos términos.
Soy un poco ingenuo –no lo digo yo solamente– y a veces pienso que las presencias en realidad son ausencias. Que el monoambiente donde vivo está lleno de ausencias. Eso representa un problema, si te ponés a pensar, porque un lugar lleno de ausencias en realidad está vacío. Pero no. El monoambiente no tendrá heladera ni lavarropas ni sillas como la gente pero está lleno. Lleno de ausencias o de presencias, no sé, pero bien lleno.
Pero lo importante es que ya me amigué con ellas, presencias, ausencias, da lo mismo. A ellas va dedicado este pequeño texto.

viernes, 1 de abril de 2011

cabellos


Ya junté
todos tus cabellos
de las sábanas.

Uno por uno
con rigor de esposa
con pasión forense

Había muchos
te diría
miles
de cabellos

creo terminar
luego encuentro otro
y otro
y otro

ya junté —creo—
todos tus cabellos
de las sábanas.

hay más
debajo de la almohada
lo se.
rima y trascendencia del celo

Lo reconozco, Licenciado. Soy una mujer celosa.
¿Celosa en qué sentido?
Celosa de mi marido.
Cuando vienen mis vecinas,
o si vienen mis amigas;
Si mi tía, si mi prima;
mi marido las espía,
todo el tiempo las mira.
Es un hombre, convengamos;
pero no tolero su descaro.
Ya no me mira como antes,
 ni la palabra me dirige.
Está quieto. A veces creo que medita.
Pero a todas ellas las mira.
Las desnuda con la mirada.
Las penetra con la mirada.
¿A qué se dedica?
Mi marido no se dedica.
¿De qué trabaja?
Mi marido no trabaja.
¿Y qué hace?
El no hace.
No hace nada el muy difunto.
No hace nada, pues ha muerto.
Pero lo tengo presente,
en un estante,
en un retrato,
mi marido
está mirando.

jueves, 27 de enero de 2011

héroe sin mayúscula


Lo velaron
bajo un Cristo
como de neón.

Dos cuervos
le despegaron el alma
           y sin querer
la soltaron
entre la gente
           tal vez
           su resurrección.

Alguien
           todavía
acaricia su barba
y nace
justo en ese momento.

























sábado, 15 de enero de 2011

Los grillos


Yo se que te da miedo
que alguno
de tus empleados
sin querer
mate a un grillo.
Yo sé también
que nunca vas a leer
alguno de estos poemas.
Lo que vos no sabés
es que
con los borcegos
que llevan tu nombre
reventé
todos los grillos que pude
y después renuncié.
No por nada
se escucha
ese silencio a la noche.







martes, 14 de diciembre de 2010

Rubíes
en los ojos
frutos rojos
en la nariz.

En el paladar terciopelo
y en el vestido
y en la piel la noche.

En la lengua
ciruelas
cenizas
taninos perversos.

En el final
reminiscencias
de humo y grises.

Persistencias.

lunes, 6 de diciembre de 2010



El índice temblando en un rincón el piso frío metal en la sien.

Pero no.

Abre los ojos levanta y apunta dispara a su ángel de la guarda.

Sangre y plumas.


jueves, 11 de noviembre de 2010

Costa azul




Mi cielo y mi mar
no son
el cielo y el mar de los turistas.

En la arena los vidrios,
las jeringas,
las aguavivas,
toman sol
sin bronceador
sobre el oxido
de reposeras
de los 90.

Costa azul II

De noche
el mar y el cielo
son uno.

Intercambian secretos
astros
caricias
naves espaciales.

De día
en la playa
solo cadáveres.

No son turistas.

El mar no quiere
hacerse cargo. Vomita
lo que arrojaron los aviones.

martes, 19 de octubre de 2010

El silencio de los próceres

El laurel perfumaba el espacio exterior. Afuera, el aire cálido erraba lento entre metales oxidados. Adentro, medio como esperando algo, los Próceres silenciosos. Siempre el mismo salón inmenso. De vez en cuando espiando la llanura celeste por las ventanas, pero acá las cosas no cambian. Las cosas suceden allá, quiensabecuántos miles de millones de kilómetros, en aquel carozo opaco que fue su tierra. Aquí, en cambio, siempre con el mismo clima benigno, el cielo verde empalagoso y el repetido sabor del vino de los dioses. La solemnidad desgastada de los rostros da la sensación de que el tiempo se tiró a descansar. Pero el tiempo pasa, y eso los Próceres lo saben; primero, porque la Fama les llega, a rasgos generales para no atiborrarlos de información; segundo, porque el cansancio aumenta, y ello representa un rasgo de temporalidad.
La Fama es como le dicen a un televisor maltrecho, casi destartalado que agarra caprichosamente toda clase de porquerías de cualquier país, imágenes descocidas y nerviosas. Ninguno sabe de dónde salió tal maravilla y es por eso que se asemeja a un altar, adornado con cosas encontradas que ellos mismos habían perdido.
A veces las miradas se cruzaban, se decían quiensabequé, y se volvían a encerrar en el sonido medioso y saturado de la Fama. No tenían sueño pero dormían, no había otra cosa que hacer cuando la sobriedad se aparecía puerca y atroz.
De a poco el cansancio se iba haciendo sentir. Al principio era difícil de identificar, pero luego fue tomando forma y nombre.
Alguien dijo:
¬—Estoy borracho. Muy borracho. Me siento mal. Muy mal.
—Yo también—Dijo otro.
—Es este vino, siempre el mismo, ya estoy harto.
Otro dijo:
—Y este olor a laurel, que ya me dan ganas de vomitar.
Y así discutían. Uno de barba erraba mirando al suelo. Otro no se movió de la ventana.
—Prefiero morirme.—dijo uno mirando a todos— Caerme ahora mismo al piso y morirme y pudrirme que estar acá esperando nada, haciendo nada, pensando nada. Cada vez más borracho y más harto.
Y los próceres hablaron.
Recordaron sus primeros tiempos en la Llanura Celeste. Cuando el aire se deshacía en anécdotas, en historias heroicas, en relatos de jinetes y metales, en versiones seniles de patria. Pero todo esto no tardó en acabarse. Pronto los trajes comenzaron a deshilacharse, las armas a oxidarse y el tiempo a condensarse. En aquel planeta todo el tiempo era un domingo a la tarde.
Seguían bebiendo. Nuevamente en silencio. Pero ahora algo había cambiado; un aire renovado había comenzado a empapar el inmenso salón.
—¿Cómo será volver a la Tierra?—Uno puso en palabras.
—Eso es un disparate.—Dijo alguien—
—Fama dice que no hay próceres en la Tierra.
—Fama siempre con sus opiniones tan personales.
—¡Es cierto lo que dice! Yo quisiera volver.—Esa fue la voz de otro.
—¿Qué pasa?—Se despertó uno presionándose las sienes.
Volvieron a hablar de lo que sería volver a la Tierra.
Pero se sabe que una cosa es pensar, otra cosa diferente es hablar, y otra cosa muy diferente es hacer. Pero de tanto discutir y fantasear con la idea de la Tierra, de volver y de cambiar las cosas, la idea fue adquiriendo peso propio hasta parecerles sumamente factible.
Brindaron.
Abrieron los portales llorones del salón.
Caminaron entre los metales oxidados, trozos de fierros con la gloria ida.
Comenzaron a clasificar las diferentes armas, los materiales que habían de formar parte de la nave. Los próceres pensaban fabricar una nave y viajar apuntando a la Tierra. Con una mano transportaban sables y fusiles, sería mejor decir chatarra y con la otra sostenían las botellas.
Lo que llevaría tiempo sería destilar la cantidad de alcohol necesaria para hacer funcionar la propulsión. Entonces dividieron las tareas. Unos fundían el metal, otros extraían el alcohol del vino.
Y también bebían.
El metal fundido se extendió en placas cuadradas, delgadas como chapas, y se remachó en forma de inmenso cohete. Fue tomando dimensiones increíbles.
—Parece el arca de Moisés—Dijo uno muy borracho mientras otros dos le festejaban.
El monstruo yacía acostado y dentro de él, los próceres armaban los compartimientos. Luego forjaron algo así como un globo de hierro y otros metales, donde se ubicaría el combustible. Mientras acarreaban los materiales, se detenían a contemplar la magnitud de la obra.
El cohete parecía listo. Lo colocaron en posición vertical, ayudados por sogas y plataformas de cosas. En el extremo superior una bandera celeste y amarillenta quiso hacerse memoria. Se abrazaban emocionados, la mirada brillante, las voces rotas. Brindaron por última vez antes de abordar la nave. Cuando todos estuvieron en sus lugares y el General dio la orden de despegue, se accionó la turbina.
El monstruo explotó en miles de fragmentos por el espacio perfumado.